Por Manuel Contreras
Resulta altamente llamativo el uso de calificativos como “extremista” o “radical” en los últimos meses. Entiéndase, que yo soy gustosamente un radical, y no me he vuelto loco, si no que este término se está usando de mala forma, si lo que se busca es referirse a alguien como intolerante o violento. Radical, significa ir a la raíz, y en el caso de lo político o social, ir a la raíz de dichos problemas. Por ello, y ante la duda semántica, me quedaré con el término extremista.
Sorprendentemente, hoy, ser extremista es
no estar de acuerdo con algunos aspectos del funcionamiento del sistema social, económico y
político actual. Ser aquel que duda de la legitimidad de organizaciones no
democráticas o del abuso de poder de ciertos organismos públicos y privados.
Criticar el deterioro del medio ambiente por políticas puramente especulativas
y sectarias. Hablar de desigualdad o
pobreza. Escandalizarse por la corrupción o pedir mayor democracia.
Resulta igualmente escandaloso, oír a
políticos, en cuyos partidos hay numerosos corruptos, hablar de miedo, de
extremistas peligrosos o radicales. Y no es menos llamativo, que haya
ciudadanos, que al oírlos, cabeceen afirmativamente con vehemencia, estando en
una situación peor que la de los 90 en muchos aspectos. Más aún si tomamos como referencia a organizaciones
políticas, esta vez sí claramente extremistas, por violentas e intolerantes -como
son los casos del movimiento nacional en Francia, el auge neo-nazi en Alemania,
la verborrea intransigente, racista y homófoba de Trump en USA o Amanecer Dorado
en Grecia- que además por desgracia nos son muy cercanas.
Es necesario retrotraernos a finales
de la segunda guerra mundial para entender el estado del bienestar. Después del
genocidio nazi, Europa y el mundo entendió que el camino debía ser otro, que la
democracia, la igualdad y los derechos humanos estaban por delante de cualquier
otra cosa. Tras aquella guerra se firmaron acuerdos como la carta de derechos
humanos de Naciones Unidas, se proclamaron derechos laborales, de igualdad y
dignidad personal. Aquellos logros se fueron ampliando década tras década, en
igualdad de género, en medio ambiente, en salud laboral… en dignidad.
Sin embargo, hoy día parece que tener
un trabajo es suficiente, aunque sea indigno en salario y forma, que votar cada
cierto tiempo es suficiente, aunque sea difícil manifestarse públicamente sin
vetos y dignamente, que llamar ladrón al que te roba e injusto a que lo dejen
libre es suficiente, aunque lo digno sería que las leyes sean justas y se
cumplan, que condenar el terrorismo sea suficiente, aunque impidas a un millón
de personas, que huyen del mismo, vivir dignamente.
Tal vez, y sólo tal vez, sería
cuestión de hablar de extremismo con mayor propiedad y definir sin tapujos aquello que
perseguir como objetivo principal y que debe ser el eje fundamental de nuestra sociedad. Yo lo tengo claro, en un mundo digno, igualitario y tolerante.
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