Por: Patricia Gómez Moyano
Vamos a intentar imaginarnos cómo debimos ser cuando nacimos, cuando nuestra madre nos trajo al mundo cómo se suele decir. Vamos a soñar un poco qué las cosas podrían ser mucho más fáciles de lo que son normalmente o cómo nos gustaría que hubiera sido nuestra vida…y ¿cómo se hace eso? Pues nuestra vida se construye desde el
momento en el que nacemos, lugar desde el que vamos a intentar situarnos para poder entender con más claridad de que se trata todo esto.
Nacemos y venimos con unos rasgos de personalidad bien determinados, lo
que se suele decir…una persona con carácter o una persona con cierto genio, la
timidez, si se es más tranquilo o más nervioso, etc. Pero aun así, a pesar de que la
genética a veces nos juegue una mala pasada, estos rasgos pueden ser entrenamos
para que se conviertan en grandes potenciales para nosotros y no en barreras que nos
limiten a seguir creciendo.
Seguimos avanzando por nuestra vida, y ahora mismo somos bebés…somos
dependientes a lo que nos hagan, a lo que los demás quieran darnos ya sea comer, un
juguete, hacernos carantoñas o cambiarnos de sofá sin pedirnos permiso, dependemos
de la voluntad de otras personas.
Nuestro clima, lo que nos rodea, importa tanto que de él depende de cómo conformemos la base de nuestras emociones, de nuestra personalidad, a partir de ahí…todo se irá implantando y si no está bien formada a largo
plazo todo se tambaleará y tendremos que volver a trabajar duro para hacerlo bien.
Cuando comenzamos a andar, cuando ya damos nuestros primeros pasos,
comenzamos a ser independientes, a descubrir nuevas cosas, a ir o a coger lo que
realmente nos llama la atención, ya somos parte activa de este mundo, ya tenemos
voluntad propia para decidir en cierto sentido, claro está.
Seguimos creciendo, en emociones, en aprendizajes, adquirimos nuevas habilidades, descubrimos nuevas sensaciones y todo ello se va quedando bien grabado en nuestra mente, en lo más primitivo de ella.
¿Cuántos momentos recordamos hoy en día por olores que se cruzan
frente a nosotros? ¿A cuántas personas recordamos cuando olemos ciertos perfumes o
por comidas que nos hacían de pequeños? Las emociones son primitivas y son las
asociaciones más fuertes que se dan en nuestro organismo desde el momento en el
que nacemos.
Seguimos avanzando y ahora nos encontramos en nuestra infancia, somos
niños y niñas jugando, compartiendo momentos con nuestras familias, amigos,
vecinos, nos reímos y no tenemos grandes preocupaciones ya que aún no nos
corresponde hacernos responsables de ellas. Pero sí que vamos eligiendo que amigos
tener, con quién me gusta compartir mis juguetes, con quién pasar más tiempo, con
quién me lo paso mejor, en qué casa me siento más cómodo o más cómoda y así
seguimos construyendo nuestra vida.
La siguiente etapa es la adolescencia, una etapa bastante difícil para la mayoría
de chicos y chicas. Búsquedas de nuevas sensaciones, necesitan probar, cambiar de
amigos, de gustos, de hobbies, son inestables porque no saben que quieren.
Normalmente esto lo vivimos como algo negativo, cómo una situación que no es
buena, de peligro, cuando realmente es necesario para encontrar nuestra verdadera
identidad. Claro que los padres deben tener siempre presente que es necesario unas
normas, sin ellas nuestros hijos pueden sentirse perdidos en esos cambios.
Y por último llegamos a la que supuestamente todos los jóvenes quieren llegar,
a la que todo adolescente ansia vivir por su independencia, por tener un nivel
económico más alto, por su falta de normas y por muchas otras cosas que ellos
mismos podrían decir si le preguntásemos pero que irónicamente es la etapa que más
responsabilidades conlleva.
Es una etapa en la que sufrimos todas las consecuencias o todos los malos ratos
que hemos presenciado de pequeños, dónde todo ese peso que antes no nos
estorbaba aquí comienza a pesar y a cansarnos cada día más. ¿De cuántas cosas nos
hacemos responsables y de las que realmente no somos los dueños? ¿De cuántos
problemas nos hacemos cargo y qué no son nuestros sino de otra persona? ¿Cuántos
favores o cuánto tiempo dedicamos a los demás…y cuánto a nosotros mismos?
¿Cuántas veces hemos dejado nuestros quehaceres por el de otro? ¿Cuántas
veces les hemos quitado a nuestros hijos el esfuerzo de hacer algo por sí solos?
Recordad…las costumbres se hacen leyes y al principio las podíamos hacer porque
queríamos, porque nos sentíamos mejor así o porque simplemente nos apetecía
ayudarles pero cuando pasan los años y seguimos con esa costumbre, al final acaba
pesándonos y no sabemos cómo quitarnos esa responsabilidad o ese agobio que
sentimos si no les hacemos tal favor o tal tarea porque nos sentimos culpables de ello.
A lo largo de toda nuestra vida hemos ido recogiendo sensaciones, emociones
tanto buenas como malas pero desgraciadamente las malas nos pesan mucho más
porque no sabemos enfocar la situación para aprender de ellas por el agobio, el estrés,
por todo lo que nos rodea que no nos deja escuchar lo que queremos, lo que sentimos
y lo que nos gustaría hacer. Hay tanto ruido en nuestro exterior que no entendemos
que nos pide nuestro cuerpo.
¿Y qué pasa con todo esto? Que nos cargamos de responsabilidades que no nos
corresponden, situaciones que no dependen de nosotros y creemos que sí, intentamos
hacernos amigos o ser simpáticos con personas que no nos aportan nada, llevamos a la
espalda cosas que no son nuestras, que no las hemos buscamos nosotros.
Está bien ayudar, apoyar a los demás cuando lo necesitan pero debemos saber dónde está el
límite, ¿y dónde está? Pues cuando sientas que no estás cómoda o cómodo, cuando
estés comenzando a dejar tus cosas siempre por la de los demás, cuando sientas que
tu vida gira o depende de lo que los demás decidan, etc… será cuando deberás tomar
una decisión para ser tú la o el protagonista de tu vida, tu vida es lo que tú decides.
Dejar ir es, dejar atrás sensaciones que no nos ayudan a avanzar, situaciones
que nos hicieron daño y en la que estamos atascados o atascadas, dejar ir a aquellas
personas que siguen decidiendo por nosotros o personas que nos cohíben y que por
miedo no somos nosotros mismos sino lo que esperan los demás que seamos. Hay
tantas cosas que nos condicionan que muy pocas veces nos planteamos quienes somos
y qué queremos de verdad.
Dejar ir es, saber qué es mío y qué depende de mí. Dejar ir es, tomar decisiones
y no dejar que la vida sea la que te maneje a ti, si tomas la iniciativa podrás dirigir y
conseguir todo lo que te propongas.
Dejar ir es, perdonar…porque la ira y el miedo son emociones que genera y
siente tu cuerpo, la otra persona no las tiene…dejar ir es, vivir simple, sin cargarse de
cosas no necesarias, quédate con lo esencial y no con lo superficial porque realmente
será lo que te hará feliz en tu vida, en tu día a día.
Ten el propósito de soltar cosas que no son necesarias en tu vida, así caminarás
con menos peso y te sentirás mejor aunque al principio no sea fácil, nada lo es.
Con todo esto, Os Deseo unas Felices Fiestas y recordar:
¡El Secreto está en las Ganas!
Un gran abrazo, Patricia.
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