Por Carmelo Herrero Hidalgo
En plena canícula veraniega y después de un tiempo por las playas gaditanas, vuelvo a Calañas, mi pueblo querido. Aquí discurrió toda mi infancia y mis primeros años de adolescencia. Y ahora, ya en el camino de lo que socialmente llamamos “tercera edad”, de nuevo la llamada del ayer me atrae como imán atávico a este pueblecillo minero y andevaleño en un verano duro, de temperaturas extremas, con el campo ya agostado, huérfano de verde y con los pastos cubriéndolo todo.
Ayer, mientras leía el periódico –siempre comenzando por la última página- sentado entre sol y sombra en un duro pero fresco banco de El Real en compañía de mi amigo y fiel perro TINTO, me invadió una especie de tristeza y nostalgia debidas –creo yo- a la ausencia de esas palmeras que salpicaban de forma regular todo lo largo de ese bello paseo. Ya no queda ninguna.
Según parece, a alguien se le ocurrió un buen día que, para adornar los jardines de su seguramente bella y exclusiva mansión, nada mejor que mandar traer desde Egipto algunas de esas palmeras altas y esbeltas que, aunque abundantes en ese país africano, parece que son originarias del sureste asiático y La Polinesia. Probablemente en ese momento nadie pensó en las consecuencias de tal decisión y lo cierto es que ahora habita entre la fauna de nuestra vieja Hispania un “bichito” -que diría aquél Ministro de tan infausto recuerdo- que los científicos del ramo denominan “Rhynchophourusferrugineus Olivier” y que no es otra cosa que un vulgar y feo escarabajo con alas que venía en el interior de aquellas palmeras traídas de Oriente y para el que nuestras palmeras mediterráneas (Phoenix Canariensis y Phoenix Dactylifera) constituyen el mayor de los manjares.
Escarabajo picudo |
El resultado es que en mi pueblo ya apenas quedan palmeras y concretamente en el bello paseo de El Real ninguna. Esa orfandad, como digo, me produce una gran tristeza y, a la vez, hace que la nostalgia se apodere de mí en forma de lamento por la pérdida de algo tan bello y simbólico de ese Paseo. Recuerdo aquellas tardes/noches del verano, de pipas, piñones y altramuces, de largos y repetidos paseos llenos de miradas y con algún que otro beso robado con la complicidad estética de las palmeras que, movidas por alguna ligera brisa de aire, mecían sus largas ramas con elegantes movimientos cercanos a una imaginaria danza. Y ahora yo, al igual que los cientos de gorriones que han perdido su refugio, su abrigo y su morada nocturna, lloro y lamento su ausencia.
En mi opinión, se puede establecer cierta similitud entre la existencia del hombre y la de los árboles. Estos estaban ya en nuestro planeta tierra hace más de 300 millones de años y la especie humana –el hombre del Paleolítico- vivió hace “solo” 50.000 años. Por tanto, hemos de reconocer que somos unos recién llegados a este planeta. Los Celtas creían que los bosques eran sagrados, ya que les proporcionaban madera y sustento para poder vivir. Eran sin duda más inteligentes que nosotros, que estamos destruyendo ese legado acumulado durante cientos de millones de años.
Cuando Ortega y Heidegger paseaban –el primero por Guadarrama y el alemán por la Selva Negra- ambos hicieron del bosque un elemento didáctico para explicar su teoría de la metafísica. Aunque fuese solo por eso, deberíamos pensar más –y mejor- en nuestro entorno y en lo que nos rodea de forma más responsable y siempre bajo la consideración y obligación de transmitir a las nuevas generaciones que vendrán ese legado que solo nos pertenece para administrarlo, cuidarlo y, en la medida de lo posible, mejorarlo.
Debo decir que en mi caso existe una gran relación con los árboles, que siempre han ejercido hacia mí una fuerte atracción. Los bosques son una metáfora de nuestra propia existencia y cuando estamos en su interior solo apreciamos una pequeña porción de toda su extensión. Recuerdo que en mi niñez –apenas con 8 años- en una excursión familiar me perdí en uno de los pinares aledaños al pueblo y estuve un buen rato dando vueltas entre matorrales y lo frondoso del pinar y, curiosamente, nunca tuve miedo ni me asusté, aunque reconozco mi alivio cuando encontré a mi padre que, a pesar de sus nervios, ni siquiera me riñó cuando vio la expresión de paz y tranquilidad que desprendía mi cara. Me sentí seguro allí dentro de esa especie de vientre materno al abrigo de los árboles, protegido y sin miedo alguno. Hay que ser atrevido e internarse entre las sombras del bosque para hallar luego la luz de los claros, hay que perderse para disfrutar más tarde del placer de llegar a alguna parte, aunque solo sea para el reencuentro con tus seres queridos.
Ahora noto esa ausencia de las palmeras de El Real que, en cierta medida, eran las guardianas de la memoria colectiva de muchos de los que habitamos en este pueblo. Esas palmeras que nos dieron cobijo y que aún hoy, aunque no están, nos ayudarán a encontrar la respuesta a las preguntas de quienes somos y por qué estamos aquí.
En realidad es el ayer perdido lo que nos duele. La ausencia de aquellos buenos días, que no volverán, alimentan nuestra nostalgia y se acumulan en nuestra memoria. Allí, en un pequeño rincón de la mía, tendrán siempre un lugar privilegiado aquellas verdes y bonitas PALMERAS DE EL REAL.
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