Por José María Ortega
Abrazar de nuevo a un amigo que hace 20 años que no ves y sentirlo tan amigo como siempre, con eso sería una razón suficiente, para organizar cualquier comida que se tercie.
Pero si además nos volvemos a juntar todos aquellos niños que ahora, ya estamos en los cuarenta y pocos, y si además una de esas niñas se pega cientos de quilómetros a todo gas para llegar a tiempo a la comida, y si en la espera una casi se nos desmaya del hambre, si reímos otra vez recordando historias de hace casi cuarenta años, si hablamos de nuestras vidas actuales, de nuestros problemas, de nuestro trasiego por la rutina de cada uno.
Si José Mari sigue siendo uno más. Si además desvelamos secretos de aquellos finales de curso, de como nos veíamos, de como hemos cambiado. Si volvemos por instantes a ser ese remolino de niños que después fuimos adolescentes. Si volvemos a reír, a recordar, a añorar, a querer, a sentir aquellos maravillosos años de nuestra infancia, desde luego, no hay razón ninguna, para no organizar un almuerzo o cena de quinta y batir el tiempo, levantando los posos que permanecían casi inertes en el fondo de nuestra nostalgia, y destapar así a esos niños de sonrisa fácil y corazón inocente y apasionado que aun habita en nosotros, a pesar, de que los años y la vida traten de vestirnos de adultos, con surcos en la piel y con la astucia aprendida y curtida de nuestros maestros.
Estas cosas son para hacerlas y para repetirlas. La quinta del 72 nos juntamos a medio día, por la noche lo hicieron los del 84.
A los que aun no se organizaron para hacer su fiesta, pregúntenles a los que ya lo hicieron verán como se llenan de ganas.
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