Por Manuel Palacios
En un alto que media entre “Los Molares” y “La Casá” tengo mi residencia. Desde este lugar privilegiado, veo los pueblos blancos “Andevaleños”: Las Cruces, Tharsis, Alosno, Cabezas Rubias, El Cerro, La Zarza y más lejos creo adivinar Santa Bárbara y Paymogo. A mi espalda está Calañas.
Muchas estaciones han pasado desde mi infancia; he ido haciéndome adulta, curtiendo mi piel con el frio, el sol y el agua. El viento que pasa a través de mí, me mueve, me agita y me airea; me susurra historias de otros campos, de otros pueblos.
Soy una encina centenaria y testigo de los acontecimientos de esta tierra nuestra. Con el devenir de los años, he atesorado el conocimiento y el saber que da la experiencia de toda una vida. Generosidad, creo que es la palabra que mejor definiría a mi familia. ¡Que poco recibe una encina y cuanto da a cambio!.
Cada año, cuando enfría el verano y las primeras gotas de lluvia limpian el aire que respiro; noto como se estremece mi alma. Falta poco para que solanas y umbrías bullan de vida. ¡Empieza la montanera! . ¡Las encinas generosas derramamos nuestro preciado fruto, el suelo verdea, la tierra se renueva con el otoño. Las piaras y rebaños buscarán afanosamente el manjar que cae de nuestras ramas.
Desde esta Atalaya, he asistido a las transformaciones que el hombre ha sometido a esta tierra. Dehesas y sementeras, sembrados y rastrojeras era el paisaje que prevalecía en mis tiernos años de chaparra.
Multitud de aves de todo tipo pululaban entre mis ramas o buscaban donde hacer sus nidos. A la sombra de las grandes encinas sesteaban ganados y pastores.
Las rastrojeras hervían de cotolías, tórtolas y perdices. Los barrancos en verano, llenos de mirlas a la zarzamora. Los rabilargos pasaban en bandadas rápidamente por mis ramas, siempre de paso.
Labradores con sus parejas de bestias laboraban la tierra. A sus sembrados acudían miles de pájaros, unos al grano y otros a los insectos. Con los años, pájaros y campesinos fueron desapareciendo de mi vista, poco a poco. El campo quedo abandonado.
Un día llegaron grandes máquinas, destriparon la tierra y bosques enormes emergieron. Las dehesas fueron eliminadas de esta dura tierra. Llegaron los eucaliptus. A diario veía como encinares y campos de labor eran transformados. Miles de árboles yacían arrancados y apilados. La fuente de vida moría, la especulación no tuvo piedad, pocas dehesas se salvaron de un destino cruel e interesado.
La fauna cambió; al faltar el ganado, los lobos desaparecieron. Llegaron piaras de jabalíes y mucho más tarde los venados. Los conejos abundantes, como por arte de magia, pasaron a escasos y raros de ver. Muchas aves dejaron de anidar y poblar mis ramas. ¡No había comida en estos campos para ellas!.
Con los años las cosas han cambiado. Unas a mejor y otras a peor, mucho peor. Algunos bosques de eucaliptus desaparecen, y nuevas dehesas comienzan a florecer en mi amado Andévalo. Pero un enemigo terrible se ceba con estos bosques: “La Seca”. Cientos, miles de encinas van cayendo, ¿presas de un hongo? , ¿un parasito?...
Las veo languidecer moribundas. Su final es “la crónica de una muerte anunciada”. Donde había vida rebosante, solo veo los esqueletos de mis hermanas; espectros fantasmales dominando solanas y umbrías.
¿Es que nadie va a hacer algo para solucionar esto?. A diario veo como avanza el mal, como corroe troncos y ramas. Cada encina que muere es una luz que se apaga. Cada buen hombre que es acallado por el mal es otra lucecita de esperanza que se pierde y la negrura se extiende con paso firme por este mundo.
¡Hagan algo para erradicar el mal de encinas y hombres, den una oportunidad a la esperanza!
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