Por María Dolores Almeyda.
Pocas veces bajo a Sevilla.
Vivo sobre una atalaya desde la que se divisa Sevilla, un lugar casi
privilegiado (los hay mejores) del Aljarafe sevillano, desde el que con solo
asomarme a la terraza o las ventanas de la casa, ya veo o adivino lo más importante
de la ciudad. Es cierto que solo se ve el gran bulto, la mole, la hilera de
luces a diferentes escalas, la nube de polución (que tampoco es grande). El
resto solo se imagina.
O sea, te imaginas que aquello que ves más alto e iluminado es la Giralda,
que el otro edificio más bajito y que también creías que se iluminaba como los
rayos del sol, es la torre del Oro, que esto que está en primera línea de tu
mirada es el barrio de los Remedios, modelo de anti barrio, anti arquitectura,
anti PGOU; y lo de más allá, con caminos de luces arqueados, y un piloto que se
enciende y apaga de color rojo, son los puentes que se instalaron sobre el
falso rio Guadalquivir, (que es un brazo de río sacado de su contexto para
hacerlo desfilar por la ciudad, ni más ni menos, para que Sevilla no carezca de
río). Estos últimos puentes se suman a los que ya existían, aunque estos son
más modernos, tienen otra arquitectura diferencial y pretenden ser más
impresionantes. Como por ejemplo el llamado “del 5º Centenario” o como fue
bautizado de forma popular, por su pretendida grandilocuencia que se quedó en
simple prosopopeya, “El Paquito”. Bueno, pues allá vivo yo, sobre una atalaya desde la que se divisa a lo lejos Sevilla, -o se imagina, y que a veces hasta puede ser muy interesante-. Y cuando los que vivimos aquí decimos que bajamos a Sevilla, simplemente descendemos unos cuantos metros para situarnos más al nivel del mar, por una carretera que apenas tiene el ligero desnivel de un mal pensamiento que puede darse la vuelta y retroceder hasta hacerse bueno. Por eso casi nunca nos damos la vuelta y seguimos adelante hasta que el camino ha concluido. Y el pensamiento también.
Y hoy bajé a Sevilla. Cogí el metro, lo dejé en el prado de San Sebastián, tomé el Tranvía (que no sé porque se llama así, -“Tran-vía” cuando debería llamarse “Tren-vía”. ¿No tiene más lógica? (Que una escritora hable de lógica en la escritura es un poco contradictorio, pero estamos hablando de cosas reales que están puestas en las calles y que tienen nombres asignados desde muy antiguo). Pues nada, tomé el tranvía y lo dejé en Plaza Nueva.
Caminé para hacer mis gestiones. Anduve de la Ceca a la Meca buscando el cobijo de la sombra de las calles, aislándome bajo los soportales y agradeciendo que existieran esos pocos metros de distancia entre las calles antiguas que proporcionan entre ellas ese atisbo de nube por donde el sol no puede ser ni clandestino.
Nada más entrar en la zona comercial del centro de la ciudad, empiezo a verlos aposentados en las esquinas, tirados en el suelo, cubiertos de trapos, bolsas, carritos llenos de amuletos y nostalgias, acompañados por perros legañosos que han olvidado ya lo que es un baño, tanto o más que sus propios dueños y todos sus antepasados juntos.
De pronto creo que se han traído aquí a todos los seres deformes, dificultosos, contrahechos o enfermos acostumbrados a lucir su cuerpo lleno de escamas y pústulas; realidades de ficción, entelequias que se han ido encontrando por el mundo. No sé de donde los han sacado, pero Sevilla parece la escena inmortal de una obra de Valle Inclán. Junto a ellos estarán los carteristas, que pretenden pasar inadvertidos,- a los que no consigo ver, ni siquiera intuir-; los mendigos que quieren ser además de mendigos y visibles, pasar por pedigüeños que llevan sus carteles colgados al cuello o depositados junto a la gorra petitoria, bien escritos en dos idiomas al menos. Lo hacen con descaro, con desparpajo, como si hubiesen hecho de la desgracia y la pobreza una profesión.
La ciudad parece un circo de fauna diversa. Junto al detrito social de la vida más abyecta vienen los apóstoles vestidos de trajes de chaquetilla corta haciendo el paseíllo por las calles del centro antes de salir al albero de la calle Joselito el Gallo, subidos a un corcel alazán bien ajetreado llevando tras de sí a su jineta, ataviada con todo tipo de aderezos postizos y naturales de plástico o de carey. De un hotel cercano sale una recua de yeguas. Parecen idénticas. Misma talla, altura, medidas, sonrisa, color de pelo, facciones físicas y corporales. Hasta el color de la piel parece auténtico. Cobre gastado, colorado mohíno de un mal día de playa que se nubló en el camino. Parece que esta sesión de rayos uva con el que se han obsequiado carecía de los filtros adecuados.
Seguí haciendo mis gestiones, asombrándome de todo como una pueblerina novata, pacata, villana y necia; sacando conclusiones, seguramente erróneas, acelerando el paso ante la insistencia de quien de forma reiterada intenta venderme un ramo de margaritas secas o del que se acerca ofreciéndome un vaso de plástico en el que hace chocar unas invisibles monedas, invitándome a ejercer la santa caridad.
La opresiva presencia de la indigencia mezclándose con las galas propias de los días de feria. Trajes de gitanas y cuerpos esbeltos, pelos recogidos en moños artísticos, zapatos de tacón a juego con el color del traje; señorío junto a bajeza; finura junto a tosquedad y ordinariez. Perfume y belleza junto a suciedad y desaliño.
Este año la feria, por lo que estoy viendo, por lo que llevo visto hasta ahora, es menos feria que nunca. O al menos las desigualdades se han marcado de forma tan rotunda, que se hace más visible que en años anteriores la fealdad de los desahuciados, sus defectos y sus escaras. También la belleza y gallardía de los elegantes que van a la feria, parece una pose de ocasión, como si estuviesen aprovechando un saldo antes de que llegue otro y se lleve la ganga de su traje de segunda mano.
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